Desde mi ventana solo puedo ver un pedacito de cielo, es poco pero por él me guío para saber si está claro o nublado.
Ya no me despiertan las canoras por la mañana, pero sí tengo un gorrión visitante que de cuando en cuando recrea mi retina, al igual que el canario de mi amiga y vecina que nos deleita con su canto y alegra el día, aunque esté duro o turbio. Tampoco veo mi querido monte, al cual he visto vestirse y desnudarse, según la época del año. Ni veo crecer y florecer mi lilo que tantas satisfacciones me ha dado. Me dicen que las golondrinas, asiduas visitantes a los nidos hechos debajo de mi tejado, han dejado de ir desde que yo no estoy y sus nidos se están rompiendo y cayendo. Estas reflexiones me las he hecho desde mi ventana. No lo hago con nostalgia, sino con gratitud por haber disfrutado durante décadas de esas maravillas de la naturaleza. Me consuela el parque de El Retiro tan cercano a mi casa, pero no es igual.
Ese jardín salvaje que se asienta en montes y valles, o el murmullo del río recién nacido al que ya no acompañan en su recorrer las truchas ni cangrejos que se han esfumado por arte de magia al igual que las ranas. Su croar ya hacía años que no nos acompañaba. Eso sí, en las noches estrelladas se disfrutaba de un maravilloso paisaje celeste arropado con el canto de los grillos y la luz de las luciérnagas y alguna visita de los mochuelos y erizos que se acercaban a nosotros. Repito, no es nostalgia es parte de una realidad vivida.
Viene a mi memoria mi niñez en mi querido Aragón cuando íbamos a las huertas a por las hortalizas frescas para comer, o las excursiones al castillo de Daroca donde trepábamos con alegría mis primos y yo junto con una cestita de frutas, no podían darnos otra cosa para saciar la sed de la caminata. A buen recaudo dejábamos nuestros juguetes que consistían en trozos de platos y jarras rotos encontrados en alguna ladera y las muñecas de trapo que hacíamos cuando nos daban algún retalito, todo era aprovechable. Cuánta felicidad he vivido. En Val de San Martín éramos niños con carencias materiales, pero con mucho amor, que trotábamos por las eras o los montes libres como los pájaros. Tíos, primos y vecinos éramos una gran familia. Todo está en mi corazón y se lo cuento a ese pedacito de cielo desde mi ventana.
Ya en mi juventud La Alcarria acogió a mi familia con los brazos abiertos, llevamos allí casi cincuenta años y mis hijos han tenido la suerte de conocer lo que es trillar en las eras, las gallinas sueltas picoteando, las mulas en su tarea, el cabrero llamando a las cabras y el pastor con sus ovejas. También los perros y gatos, así como los bandos que se hacían para acudir a algún evento. Sus memorables fiestas tanto de la Virgen de La Alcarria como las de San Agustín, ambos patronos de Fuentes de la Alcarria y las navidades resguardados del frío pero con sus rondas y hermanamientos. Mis hijos han tenido una niñez libre acudiendo a sus ‘cabañas’ que hacían en cualquier sitio y que llenaban con los enseres viejos que desechábamos de las casas.
Estas dos regiones están a buen resguardo dentro de mi ser. Muchos han sido los amaneceres que he contemplado desde mi terraza y otros tantos atardeceres llenos de color y sangre que son los más maravillosos que he avistado en mi vida; la Alcarria es única para estos aconteceres siderales.
Desde mi ventana también le cuento al cielo esos recuerdos de las tardes de estío sentados en la Solana o las de inviernos charlando con los amigos al amor de la lumbre.
Ahora mi vida se ha convertido en eso en recuerdos, pero no desde la amargura sino agradeciendo al Hacedor por todo lo que me ha dado en la vida. Atrás ha quedado el monte y los paseos por los trigales o entre caminos de nieve abiertos por algún vecino.
En este momento soy esposa, amiga, compañera y enfermera de mi marido que tanto ha amado esa tierra y esa casa y que ahora no están en la agenda de su memoria. Todavía se acuerda de mi nombre y alguna vez me dice: qué guapa eres y no sabes cuánto te quiero. Me emociona porque apenas hila palabras. Por eso solo ya merece la pena vivir y hacerlo desde el cariño y el bienestar que ahora me da la vida.
Entonces fui feliz con todas las cosas que tenía y ahora he aprendido a serlo con las que tengo.
Mis padres me enseñaron que ser agradecido es de ser bien nacido, pues bien desde mi nuevo estado tengo mi gratitud para con el Creador por haber tenido oportunidades de las que muchos han carecido. Y también palabras de agradecimiento para todas aquellas personas que me ayudan día a día con su aliento y amistad que tanto valoro, esas llamadas telefónicas dándome aliento y subiendo mi autoestima, dándome fuerza y valor para enfrentar el día y no permitiendo que se me olvide hablar y pensar coherentemente.
Ahora aquí, sola con mi pedacito de cielo y mi ventana como confidente, con la intrusión del gorrioncillo y el cantar del canario, solo me queda decir GRACIAS, qué afortunada ha sido y sigue siendo mi vida.
Señor Dios: Ahora que yo callo tú hablas, rasgándome con tu vibrante voz la salvaje debilidad de mis núcleos, la pueril grandeza de creerme que soy un hombre. Hoy el orgullo y la vanidad se me escapan por un juramento de llamas calcinantes.
Fuente de Vida:
Manantial que brotas como un niño en calma. Hoy me acerco a ti sin temor al vacío, a la noche, al silencio, a la nada. Buceo, sin pudor, por tus aguas mágicas, mientras tu corte de Náyades cantan al amanecer.
Jardín de Esperanza:
Cierro los ojos y me embriago, -casi con lujuria-, del universo de tus plantas y flores. Se evaporan por acanalados surcos, el desencanto junto a la romántica nostalgia. Con sabor a eternidad, calzo vapores de amanecer.
La encina es mi árbol favorito. Dicen las leyendas que en él habita una familia de gnomos; no he tenido la suerte de verlos, pero sí de oír sus vocecillas aunque no comprendo lo que dicen.
A menudo mis padres me llevaban a la casa del pueblo, lugar rodeado de encinas y robles, campos verdes, amapolas, trigales, y diversa fauna. Más tarde la heredé y sigo yendo frecuentemente. Como también carecía de jardín, por eso me rodeé de rosales, petunias, caléndulas, un enorme boj plantado en un tinajón antiguo y otras flores en grandes macetones a las que cuido con esmero. Me encantan.
En mis paseos por entre la arboleda disfrutaba y disfruto abrazando a cada árbol que encuentro en el camino, pero había uno especial corpulento, centenario, llamado cariñosamente ‘la carrasca vieja’, conversaba con él y me contestaba moviendo sus hojas aunque no hubiera viento. Una noche, por el peso de los años, acabó partiéndose y desapareció, sin embargo nos dejó sus hijos que hoy crecen gozosos y que son piropeados por las gentes del lugar. A mi carrasca muerta le dediqué unos haikus.
AL ÁRBOL MUERTO
I
Aquel suspiro cayó del árbol muerto lo besa el mar.
II
Las olas prestas in más lo hicieron suyo juntos cantaron.
III
Al frágil árbol con su manto divino lo arropa el cielo.
Sin embargo tuve que buscarme otro árbol, me había acostumbrado a tener un amigo de cúpula verde y me dediqué afanosamente a ello. Un roble me pedía amistad pero yo se la di nuevamente a una encina donde anidaban los pájaros, se cobijaban los rebaños y los corzos se nutrían con sus bellotas. Un día no le pude abrazar porque tenía un visitante, el pastor Lorenzo, sentado en el suelo y apoyada su espalda sobre el hermoso tronco, cobijado a su sombra para guarecerse del radiante sol; le acompañaba su rebaño y, mientras las ovejas ramoneaban a su antojo, él tocaba una dulzaina. Al verme me invitó a sentarme junto a él, lo que hice con gran esfuerzo pues los animales tercos en su pasto me dedicaron muchos balidos de reproche, interponiéndose en mi camino. Alcanzada la meta, Lorenzo dejó la música y empezó a contarme la historia de ese mágico árbol.
─Sabes Lucía, ¿qué este espléndido árbol siempre estuvo dedicado al culto en la mitología celta en otro lugar de la tierra? Relatan que era donde se reunían los Druidas (hombres de la encina) que eran sacerdotes celtas, poseedores de conocimientos de predicción, sanación y astronomía, maestros y jueces. Sus ritos de iniciación los hacían en un roble o encina, ya que este árbol canalizaba una gran energía que los transformaba en Druida.
─Y tú ¿cómo sabes eso? ─le pregunté.
─Sé eso y mucho más; apenas si he ido a la escuela pero mi vida en comunión con la naturaleza me ha enseñado muchas cosas, también se lo debo a la familia de gnomos que habitan en su interior. Antes los llamaban ‘gentecilla’, debía ser por su tamaño.
─¿Gnomos? ─articulé incrédula.
─Sí, no te asombres, se trasladaron a vivir a esta cuando se les murió la otra, los retoños de ella no les daban buen cobijo; en esta les cuesta más sobrevivir pero cuentan con sus amigos los corzos que los trasladan hasta ahí abajo para que no les falte el agua y otros alimentos. También me contaron que cuando en España existían los bosques la mayoría eran robledales, y encinares en tiempos de los celtíberos. Según Tito Livio los aqueos, la familia más antigua de las familias griegas, celebraban bajo una encina sus reuniones comunales en las que se tomaban las decisiones más importantes. La encina, según los griegos, era símbolo de justicia y de fuerza. Somos afortunados de tener una para nosotros.
Me da miedo que un día venga hasta aquí y la hayan talado, su madera calienta mucho y se paga bien.
─Evitaremos con todas nuestras fuerzas que esto suceda porque esta encina está en terreno de mi padre, pero me has dejado atónita. ¿Y tú hablas con ellos? ¿Los ves? ─curioseé nuevamente.
─Pues claro y tú si guardas silencio, respetas a los animales y a la naturaleza también puedes. Son un poco esquivos y sólo se dejan ver por aquellas personas que ellos eligen y que tengan un corazón noble. A los niños del pueblo les encanta venir a jugar aquí con Igor, Magrebín y Ayera, los hijos de esta familia Los tres niños son encantadores. Trepan hasta sus ramas y se intercambian cuentos y leyendas. Las personas mayores no les creen, pero yo sí. No están ellos solos, en estos alrededores, hay más familias de gnomos. Observa bien tus tiestos que quizás los tengas instalados en alguno de ellos. Hoy estoy un poco triste porque Fedor, que es el cabeza de familia, me comentó que su esposa Afreda quería ir a visitar a sus parientes que viven en el mágico ahuehuete de Oaxaca, en México. Lástima que no puedan llevarme.
Al oír la palabra ‘ahuehuete’ pegué un respingo pues había despertado en mí recuerdos casi olvidados. Lorenzo no se percató y siguió contando su historia.
Afreda me explicó que conservan tradiciones milenarias y que tienen algunos poderes sobrenaturales que les permite tener acceso a cualquier lugar del planeta. Viven en armonía con la naturaleza y tienen un carácter tímido pese a vivir cientos de años y que cuando se sienten amenazados, ya sea por algún animal o el hombre, se transforman en una seta y de esta manera pasan inadvertidos. Cuando alguna vez he intentado contarlo, en el pueblo, se ríen de mí y por eso me apodaron ‘el pastor loco’.
─Son unos ignorantes, tú ni caso, que de loco no tienes nada. ¿Has dicho ahuehuete?
─Sí. No sé pronunciarlo muy bien pero es como me suena a mí, lo que sí estoy seguro es que se halla en México.
─Yo conocí un árbol con ese nombre en el Parque de El Retiro, era mi confidente. Sí, no te rías. Tú tienes tus secretos y yo los míos. Como verás, aunque nunca tuve un jardín, pasé mi niñez en uno muy grande. Allí empecé a respetar a la naturaleza, no solo mis padres y maestros se ocuparon de ello, también los guardas de este hermoso y frondoso edén. Era delicioso observar el vuelo de palomas y pajarillos, contemplar a las diminutas ardillas trepar por los árboles y también pararse a mis pies en busca de comida. Conocí la leonera y otros animales salvajes, una pajarera con aves exóticas, me daba pena verlos enjaulados, fuera de su hábitat, pero con ellos allí me acercaba a esta hermosura de la creación; en este pequeño zoológico ocupaba lugar privilegiado el majestuoso elefante que hacía las delicias de los más pequeños comiendo en nuestras manos y duchando, cuando menos se esperaba, a todos los visitantes. Lo que más me atraía era la llamada ‘montaña de los gatos’ aunque nunca subí a su cima. Me apenaba saber que personas desaprensivas los abandonaban a su suerte en aquel siniestro pero hermoso lugar. No tenía jardín, pero me conformaba con las macetas que adornaban las ventanas de mi vivienda.
─Creo que con tu manera de ser, pensar y actuar no tendrás ningún inconveniente para que Fedor se deje ver. ─Me soltó junto con un guiño de ojo y una amplia sonrisa.
─¿Tú crees? ¿Conoces su casa? ─Le interrogué con curiosidad.
─Pues claro, desde este agujerito me la mostraron, te sorprendería ver que no carecen de nada, buenas camas, armario para sus diminutas ropas, confortables sillones, una pequeña biblioteca, cocina de leña, con su leñera de troncos bien colocados, despensa. Todo muy ordenado y limpio. ¡Ah! y un habitáculo para las herramientas. Son muy trabajadores y amigos de ayudar a quien lo necesite. También entienden de remedios para curar enfermedades, esguinces, rotura de huesos. A modo de farmacia, otra habitación almacena muchos tarros donde guardan los ungüentos y plantas. Afreda los tiene muy bien organizados.
Los pajarillos habían dejado de trinar, parecían escuchar a Lorenzo, los corzos se encontraban a media distancia, una manada de jabalíes desvió su estampida cruzando la carretera en busca de comida.
El alboroto de los chiquillos nos sacó de este momento mágico que estábamos viviendo. Con nosotros allí y las ovejas pastando, no podían trepar hasta las ramas de la encina para jugar con sus mal llamados ‘amigos invisibles’. Sus carillas mostraban un total desencanto.
─¡Cómo son los niños! en un pis pas cambian de actitud. ─Le comenté al pastor.
─No te equivoques, bien es verdad que los niños son así, pero mira atentamente ¿no ves que Igor, Magrebín y Ayera les siguen? ─me replicó.
─¡Ah! exclamé con sorpresa, para mi decepción no los percibía.
Empezaba a declinar el día, el padre sol comenzaba a palidecer. Nos despedimos con un abrazo, nos veríamos más a menudo, sus historias me habían enganchado. Él me prometió que si pasaba una noche al raso a su lado me contaría cosas sobre las estrellas.
En casa me abstuve de hacer comentarios sobre el tema, también me tacharían de fantasiosa o loca.
La noche me propició bonitos sueños en los que estos diminutos seres me transportaban hacia parajes boscosos donde se asentaban muchos de sus familiares. La sensación al despertar era de bienestar, muy placentera.
Ya no me despiertan los gallos porque en el pueblo no los hay, pero sí el coro de bulliciosas aves; corriendo bajé a inspeccionar mis jardineras y macetones; no vi nada que me llamara la atención, pero sí escuché una voz clarísima: Pronto nos conocerás, vivimos en tu boj, ponnos un platito con miel que nos gusta mucho.
Un día, no muy lejano, aprendería cosas sobre las estrellas de boca de este pastor ‘loco’
¿Cómo “definir” una emoción para que pueda ser captada, sentida y al mismo tiempo compartida? ¿A través de la palabra escrita… de una imagen fugaz… de una reflexión?